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Mostrando las entradas con la etiqueta lectura

Todas las vidas

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Comencé a trabajar este 12 de septiembre en un Burger King. Es la primera vez que trabajo en una "cocina industrial": tiempos muy breves, trabajo en cadena, automatización de procesos, horario por turnos. El trabajo es agotador, es muy físico: raramente me quedo quieta, aunque se trata solo de preparar emparedados. Casi toda mi vida hice trabajos intelectuales, donde el mayor esfuerzo físico era pasar con el plumero sobre el estante de libros. Durante el primer mes salía tan cansada que no podía pensar, y eso era como si me hubieran quitado los pulgares oponibles, como si me dejaran fuera de casa, con la puerta cerrada y sin la llave. Solo ahora, poco a poco, estoy recuperando algunas funciones cerebrales: ya logro leer, aunque sea un capítulo diario; y estoy volviendo a escribir, aunque no al ritmo de antes. El Burger queda lejos de casa. Debo salir un par de horas antes del inicio de mi turno: hay pocos buses que me llevan hasta el trabajo, y si pierdo uno puedo no lleg

El último búfalo de las praderas

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He vuelto a leer la novela El vino del estío, de Ray Bradbury. En ella, Doug (el personaje central) y otros niños descubren una máquina del tiempo que lleva solo al pasado. Esa “máquina” es el anciano coronel Freeleigh. Los niños se le acercan y escuchan absortos sus historias de la guerra de secesión, de los grandes ejércitos del norte y del sur o de la masacre de los búfalos de las praderas que presenció en sus viajes junto a Buffalo Bill. En un mundo en continua transformación, la máquina del tiempo se queda inmóvil para siempre con sus recuerdos del funcionamiento de las cosas que, en la mente de los niños, tiene un gusto a mundo recién construido, nuevo, misterioso y -se podría decir- puro. Yo tengo mi propia máquina del tiempo. La visito con frecuencia, aunque prefiero verla en días que pueda disponer de toda la tarde. Me abre la puerta con sus pasos sonrientes y acompasados, me invita a pasar y tomar un cafecito destilado en la cafetera blanca de fierro enlozado. Me siento en

Sobre “Animal”, de Balladares: hormigas

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Me propuse escribir una nota semanal en este espacio, y lo primero que hago es incumplir mis metas. Normal. Me cuesta mucho organizar ideas e hilarlas en palabras sin sentir que lo que hago no tiene sentido y es puramente autocomplaciente. Me puedo, en cambio, pasar horas viendo cómo las hormigas comienzan a crear un sendero sobre las baldosas de la cocina, buscando gotitas de agua que sacan del grifo del fregadero para llevarlas a sus refugios, junto con pétalos de las flores de la mesa del comedor o alguna cucaracha, patas arriba, sorprendida, que no sabe que será sacrificada por esas pequeñas carnívoras. Parece que una mente maestra las condujera por canales y laberintos, mientras construyen los únicos palacios que sobrevivirán al fin del mundo. Miro las hormigas, que no me miran, que siguen el olor dejado por las exploradoras en las paredes, que buscan aumentar la colonia, como si toda la realidad solo dependiera de la adherencia de sus patas. Quisiera tener la habilidad de,

Dar la espalda al lector

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Para quienes somos lectores, la escritura parece algo sencillo: basta contar una historia, una buena historia, y ya. Cuando se está del otro lado, del que está queriendo construir una narración, la cosa es mucho más complicada. Hay muchas maneras de que todo salga mal y al final no se logre transmitir en la narración lo que se desea contar. Incluso autores que tienen mucha experiencia, una gran calidad de trabajo y muchas horas de esfuerzo, pueden cometer algunos errores en la narración que puedan tener un costo al final y no funcionar. El riesgo está en contar algo de un modo tal que no haya una justificación en la trama y que rompa con la burbuja del mundo de ficción creado por el autor. Un ejemplo de esto lo encontramos en el cuento “La emboscada”, de Rodrigo Urquiola Flores. El cuento está escrito desde la perspectiva de un narrador-testigo, alguien que es parte del mundo del relato y cuenta los hechos desde su punto de vista, que no es el personaje central, sino secundario. Y hast

Reliquias

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Que trata de la extraña forma en que el padre Antonio hace del cadáver de su amada una reliquia en el Manchay Puytu , de Néstor Taboada Terán En el colegio católico al que iba de niña, el premio por portarse bien y hacer las tareas a tiempo era ir a la pequeña biblioteca de la capilla. Por curiosidad y por morbo me esforzaba por ser la primera de la clase: las vidas de los santos eran lo más cercano que había a los cuentos de hadas. Me sabía de memoria las historias de san Francisco y de san Ignacio, santa Rosa de Lima y la Virgen de Guadalupe. Así que, cuando estuve en Italia, en el Véneto, movida por ese morbo me fui a ver la Pontificia Basílica Menor de san Antonio de Padua. San Antonio es uno de los santos de los que se tiene más registro, sobre todo por sus más de seis mil sermones publicados. Era un predicador muy reconocido, tanto que hasta se presentó frente al papa Gregorio IX, que lo nombró “Arca del Testamento”. Murió en el año 1231. No pasaba de los 36 años. En la b

Sobre “Autorretrato”, de Saúl Montaño, con desvíos zoológicos

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Mis perras son muy efectivas en esto de cazar ratas. Encontraron el punto preciso donde se encuentra su nido en la caja de acopio de las alcantarillas, cavaron un enorme agujero para esperarlas y cada vez que una pasa por allí la sacan a mordiscos, la hacen volar por los aires y la matan con sus mandíbulas certeras. Los gatos no hacen eso. Más bien parecen anatomistas, científicos o psicópatas, estudiando cómo afecta cada hundida de garra o mordisco en su sistema. Prolongan muchísimo la muerte de la rata. Una vez me quedé en mi habitación llorando mientras escuchaba un ratón chillar por más de dos horas hasta su muerte. Luego mi gata entró por la ventana, orgullosa de su trabajo, con el ratón entre los dientes para dejármelo como regalo en la alfombra bajo la cama, sobre mis pantuflas, no vaya a ser que no lo note, casi con condescendencia por mi inutilidad en las artes de la cacería. Me gusta mirar los animales. Quiero escribir una especie de sociología zoológica, ver sus comport

Trenzas de alquiler

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Acabábamos de visitar el Palacio Portales cuando Katherine Pancol nos propuso a Cristina y a mí que aprovecháramos lo poco que quedaba de luz para visitar “la Cochabamba real”. Había llegado por la mañana y solo estaría un día en la ciudad. Por la noche tendríamos la presentación de su trilogía Muchachas, así que no podíamos perder tiempo. Tomamos, pues, un taxi hacia la terminal de buses para luego entrar a La Cancha. La verdadera Cochabamba es el mercado. Mi hija y yo vivimos un buen tiempo cerca del mercado, así que acabé por hacerme amiga de muchas caseras. No teníamos mucho dinero por entonces, así que los fines de semana nos íbamos a perder entre las callejuelas de La Pampa como quien va a un parque de diversiones. Por esas mismas calles llevé a Katherine. Foto de Cristina Canedo Caminamos mucho entre largos pasillos de pantalones, pantaletas y pimentones. A cada rato me volvía para ver a Katherine. Sabía que había nacido en Marruecos, pero no qué tanto acostumbra camin

El polvo de los muebles

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(Texto leído durante las III Jornadas de Literatura Boliviana, en el marco de la XXI Feria Internacional del Libro de La Paz, 2016) I. Dedales Dedal. De.dal [Del lat. digitāle, de digĭtus, ‘dedo’]  1. m. Utensilio pequeño, ligeramente cónico y hueco, con la superficie llena de hoyuelos y cerrado a veces por un casquete esférico para proteger el dedo al coser. 2. m. dedil (funda para proteger el dedo). 3. m. Beso. Los dedales se hicieron de muchos materiales y con distinta rigidez. Antiguamente se hacían de cuero, pero también se hicieron de plata. Era un objeto bastante común. En La novela de la gitanilla , la primera de las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes, una de las doncellas que se encontraba en casa de doña Clara intercambia un dedal por una lectura de la buena suerte. Tras la carrera loca organizada por el dodo, Alicia se pone un dedal como corona a modo de premio. Pulgarcito se esconde en un dedal de su padre, un sastre, para huir de las palizas de su mad

Familias infelices

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—¡Qué linda niña! ¿Quién es?  — me preguntaba todos los días mi abuela. —Es mi hija. —¿A qué hora te vas, hijita?  — me preguntaba todos los días mi abuela. —Se me hizo tarde y ya no alcanzo al bus, ¿me puedo quedar a dormir?  Llevaba ya un año viviendo con ella. Mi abuela ya estaba en la “fase paranoica” del alzheimer. Es una de las etapas más complicadas: las personas enfermas se pueden volver muy agresivas como mecanismo de defensa en un entorno que no logran comprender.  Hay algo fascinante en la vejez. Fascinante y triste. Cuando niños, todos los adultos son viejos; pero otra cosa (y eso se aprende con los años) es la decrepitud. No me refiero solamente a que el cuerpo se dañe. La mente es un lugar extraño. La normalidad es cosa de estadística, no de dirección postal. Desde fuera todas las casas son casas, pero también son la entrada a mentes ajenas, a historias de pequeños logros y grandes derrotas. Hace poco la editorial Nuevo Milenio publicó la edición para Bolivia