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Sobre “Animal”, de Balladares: hormigas

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Me propuse escribir una nota semanal en este espacio, y lo primero que hago es incumplir mis metas. Normal. Me cuesta mucho organizar ideas e hilarlas en palabras sin sentir que lo que hago no tiene sentido y es puramente autocomplaciente. Me puedo, en cambio, pasar horas viendo cómo las hormigas comienzan a crear un sendero sobre las baldosas de la cocina, buscando gotitas de agua que sacan del grifo del fregadero para llevarlas a sus refugios, junto con pétalos de las flores de la mesa del comedor o alguna cucaracha, patas arriba, sorprendida, que no sabe que será sacrificada por esas pequeñas carnívoras. Parece que una mente maestra las condujera por canales y laberintos, mientras construyen los únicos palacios que sobrevivirán al fin del mundo. Miro las hormigas, que no me miran, que siguen el olor dejado por las exploradoras en las paredes, que buscan aumentar la colonia, como si toda la realidad solo dependiera de la adherencia de sus patas. Quisiera tener la habilidad de,

Familias infelices

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—¡Qué linda niña! ¿Quién es?  — me preguntaba todos los días mi abuela. —Es mi hija. —¿A qué hora te vas, hijita?  — me preguntaba todos los días mi abuela. —Se me hizo tarde y ya no alcanzo al bus, ¿me puedo quedar a dormir?  Llevaba ya un año viviendo con ella. Mi abuela ya estaba en la “fase paranoica” del alzheimer. Es una de las etapas más complicadas: las personas enfermas se pueden volver muy agresivas como mecanismo de defensa en un entorno que no logran comprender.  Hay algo fascinante en la vejez. Fascinante y triste. Cuando niños, todos los adultos son viejos; pero otra cosa (y eso se aprende con los años) es la decrepitud. No me refiero solamente a que el cuerpo se dañe. La mente es un lugar extraño. La normalidad es cosa de estadística, no de dirección postal. Desde fuera todas las casas son casas, pero también son la entrada a mentes ajenas, a historias de pequeños logros y grandes derrotas. Hace poco la editorial Nuevo Milenio publicó la edición para Bolivia