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Caracoles

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El agua refulgía bajo el sol. Mis hermanas y yo nos bañábamos en la piscina inflable que mis padres pusieron en el pequeño patio cementado del condominio donde vivíamos. Cerca de nosotras estaba el jardín con las huertas familiares, y más allá estaba la lavandería. Era una tarde de verano, un domingo de julio, en 1982. Hacía tanto calor que la señora del último piso había puesto sandías a remojar en la lavandería para que se mantuvieran frescas, que podían descomponerse por tanto calor. En medio de las plantas y huertas de los vecinos había un gran frasco lleno de caracoles. La señora del último piso, una mujer que hablaba en un dialecto véneto cerrado y que nos gruñía todo el tiempo, guardaba en el frasco los caracoles para que no dañaran sus plantas y para comérselos. Nosotras, que habíamos llegado poco antes a ese país, no podíamos creer que alguien se comiera caracoles, así que aprovechamos que no había nadie cerca para sacarlos de los frascos y liberarlos en las huertas. Y

La Nave del Olvido

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Richard era entonces el más guapo de los choferes de la línea D. Estaba detrás del volante de La Nave del Olvido IV. Moreno, con el cabello rizado, musculoso, era un perfecto chamagalán. Su micro pasaba siempre a las siete de la mañana. Era el que recogía a todos los estudiantes que íbamos al colegio. Richard dejaba subir gratis a las quinceañeras. Si tenías una minifalda o un escote pronunciado, te daba cambio de más. A ambos lados del volante tenía unas agendas pegadas en el parabrisas, llenas de anotaciones de números de teléfonos. La decoración era algo espectacular: tenía unos ocho espejos retrovisores, en diferentes alturas, en los que podía siempre mirarse y mirar a las pasajeras. Esperaba a que se estableciera un mínimo contacto visual, y en el espejo te decía “para vos mamacita” y ponía una pieza especial en su reproductor. En general, Ricky Martin o Luis Miguel, aunque a veces podía tocar una cumbia sobre amores prohibidos. No he conocido otro micro con tantos peluches. A los

De la podredumbre

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El arte es esencialmente experimentación. Es un juego, uno muy serio, por lo que no se lo puede tomar en serio. En este juego se proponen reglas y límites privados para luego transgredirlos con creaciones estéticas o rupturas salvajes. Es un microcosmos privado de comprensión de realidades, de percepciones sensoriales y de exploración de las cosas que son importantes para cada autor. En este poemario peculiar y sucio hay un tiempo de la historia que no se iguala nunca al tiempo del relato. Es una mirada que nunca pasa y nunca inicia: se marca repetidamente el inicio del acto i, cuadro i, escena i , como una obra lista para ser representada pero nunca puesta en escena. En esta obra, en este intento de representación de una realidad que no inicia, Hablar es un acto inhumano . Las palabras, que supuestamente nos diferencian de otras especies animales y nos hacen lo que somos, son también el campo de la confusión, del malentendido, de la demostración que su sofisticación (o ausencia de sof

Cumpleaños

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Me dijo que me amaba. Que solo pensaba en mí, de día y de noche, que soñaba con tenerme a su lado. Que, igual que el Quijote, dedicaba todas sus obras al gran amor, su querida Dulcinea, yo. Me dijo que algún día estaríamos juntos para siempre. Que lo nuestro era secreto, pero que algún momento se lo diría a todos. Eso sí, me amaba. Recuerdo sus manos. Recuerdo cómo me tocaba. Yo sentía un escalofrío, indefinible, entre el terror y la curiosidad. Él trataba de calmarme, susurrándome cosas incomprensibles al oído. Me visitaba varias veces por semana, y salíamos a escondidas de mis padres a pasear. Ellos, ingenuos, no sabían lo que hacíamos a escondidas. Recuerdo esa llamada. Avisaba de su matrimonio. Me encerré en el baño a llorar, sin poder calmarme, sin poder decirle a nadie lo que me sucedía. Recuerdo que fue a mi cumpleaños siguiente, con su nueva esposa. Mirarlo me hacía sentir vulnerable y sucia. Me trajo un regalo, una cajita musical hermosa, con una estampa de gatos -yo sie

El último búfalo de las praderas

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He vuelto a leer la novela El vino del estío, de Ray Bradbury. En ella, Doug (el personaje central) y otros niños descubren una máquina del tiempo que lleva solo al pasado. Esa “máquina” es el anciano coronel Freeleigh. Los niños se le acercan y escuchan absortos sus historias de la guerra de secesión, de los grandes ejércitos del norte y del sur o de la masacre de los búfalos de las praderas que presenció en sus viajes junto a Buffalo Bill. En un mundo en continua transformación, la máquina del tiempo se queda inmóvil para siempre con sus recuerdos del funcionamiento de las cosas que, en la mente de los niños, tiene un gusto a mundo recién construido, nuevo, misterioso y -se podría decir- puro. Yo tengo mi propia máquina del tiempo. La visito con frecuencia, aunque prefiero verla en días que pueda disponer de toda la tarde. Me abre la puerta con sus pasos sonrientes y acompasados, me invita a pasar y tomar un cafecito destilado en la cafetera blanca de fierro enlozado. Me siento en

Sobre “Animal”, de Balladares: hormigas

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Me propuse escribir una nota semanal en este espacio, y lo primero que hago es incumplir mis metas. Normal. Me cuesta mucho organizar ideas e hilarlas en palabras sin sentir que lo que hago no tiene sentido y es puramente autocomplaciente. Me puedo, en cambio, pasar horas viendo cómo las hormigas comienzan a crear un sendero sobre las baldosas de la cocina, buscando gotitas de agua que sacan del grifo del fregadero para llevarlas a sus refugios, junto con pétalos de las flores de la mesa del comedor o alguna cucaracha, patas arriba, sorprendida, que no sabe que será sacrificada por esas pequeñas carnívoras. Parece que una mente maestra las condujera por canales y laberintos, mientras construyen los únicos palacios que sobrevivirán al fin del mundo. Miro las hormigas, que no me miran, que siguen el olor dejado por las exploradoras en las paredes, que buscan aumentar la colonia, como si toda la realidad solo dependiera de la adherencia de sus patas. Quisiera tener la habilidad de,

Caja de fotos

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La fotografía está borrosa, pero todavía se ve un grupo de cuerpos (o lo que queda de ellos) momificados por el calor. Es imposible reconocer los rostros de esos hombres. Están cubiertos con unas telas. Hay una cara que parece mirar al fotógrafo, pero sus rasgos son más cercanos a los de un maniquí. —¿Es él? —pregunta mi abuela —No, creo que no. Sus cejas… sus labios parecen distintos. —¿Y en esta? Un grupo de soldados posan mostrando armas. En la parte de atrás se lee “Arsenal capturado a los bolivianos”. Son tan pocas armas... Hay cinco o seis fusiles como mucho. —Tampoco en esta. —Sigue buscando, sigue buscando. Debe estar en una de estas. Me dijeron que está acá. Saco otra foto de la caja. Solo se ve la calavera. El uniforme cubre el resto de huesos. Sus manos desaparecieron, su piel, su todo. Queda un despojo, un montoncito de algo que asemeja un cuerpo. A un lado, en el piso, está su sombrero. ¿Cómo saber si se trata de mi tío Samuel? —Creo que en esta tampoco