Caracoles


El agua refulgía bajo el sol. Mis hermanas y yo nos bañábamos en la piscina inflable que mis padres pusieron en el pequeño patio cementado del condominio donde vivíamos. Cerca de nosotras estaba el jardín con las huertas familiares, y más allá estaba la lavandería.

Era una tarde de verano, un domingo de julio, en 1982. Hacía tanto calor que la señora del último piso había puesto sandías a remojar en la lavandería para que se mantuvieran frescas, que podían descomponerse por tanto calor.

En medio de las plantas y huertas de los vecinos había un gran frasco lleno de caracoles. La señora del último piso, una mujer que hablaba en un dialecto véneto cerrado y que nos gruñía todo el tiempo, guardaba en el frasco los caracoles para que no dañaran sus plantas y para comérselos. Nosotras, que habíamos llegado poco antes a ese país, no podíamos creer que alguien se comiera caracoles, así que aprovechamos que no había nadie cerca para sacarlos de los frascos y liberarlos en las huertas. Y luego, en venganza contra la mujer, corríamos por el pasillo para sentarnos con los traseros en el agua de las sandías a soltarnos pedos. Nos sentíamos superheroínas, como si con los pedos y la liberación de caracoles pudiéramos salvar al mundo.

Recuerdo muy bien esa tarde por un detalle en particular: nunca antes había sentido un silencio tan profundo, tan sólido. Parecía que el mundo se había quedado sin gente y solo quedábamos nosotras, los caracoles y las sandías.

Y de pronto, casi al unísono, se abrieron ventanas y puertas y la gente salió gritando “¡goool!”… y luego, con la misma coordinación, todos volvieron a entrar y cerrar puertas y ventanas. Sucedió lo mismo otra vez, y otra vez.

Al final de la tarde, mi padre nos llevó al centro de la ciudad, donde todos los padres, madres, niños, viejos, todos quienes habían estado ausentes por la tarde se reunieron en una de las más grandes fiestas que vi hasta entonces (y por mucho tiempo): Italia había ganado el mundial de fútbol.


Esto que cuento no viene a cuento de nada. Estaba leyendo el libro-relato Pronto, listos, ya, de Inés Bortagaray publicado en La Perra Gráfica, y pues la voz infantil está tan bien lograda que me provocó flashbacks a cuando la niña era yo, y el mundo era un lugar que debía todavía descubrir, entender, domesticar. 

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