Sobre Italo Calvino y la felicidad

En los estantes de casa están los libros de mi padre. Cuando tengo dudas de qué leer me voy a sus libros y me saco alguno al azar. Así fue como llegué a un libro no muy conocido de Italo Calvino, La giornata d'uno scrutatore.

No es un libro largo. Es, tal como dice el título, un día de elecciones, y cuenta la jornada de un hombre que funge de jurado en las elecciones políticas italianas, en 1953. Su mesa, la que debe supervisar, se encontraba en la Piccola casa della Divina Provvidenza (instituto también conocido como “Cottolengo” por el nombre de su fundador). Esta casa-institución es un centro de asistencia para personas con discapacidades físicas y mentales, ancianos, enfermos, huérfanos, gente sin familia, dependientes de sustancias, pobres sin refugio e inmigrantes ilegales. En resumen, son centros que agrupan a gran parte de “los que sobran”.

El libro es una preciosa reflexión sobre la democracia. Lo vuelvo a leer cada cierto tiempo porque aprendo cada vez algo nuevo sobre los límites de nuestras ideas de apertura, de igualdad, de derechos y de corrientes políticas. Pero me interesa hablar de otro tema tocado en el libro: la felicidad.

En una de las escenas del libro, el personaje central se fija en un padre y su hijo. El padre, un campesino, se había puesto su traje de domingo para ir a visitar a su hijo, internado en el Cottolengo por una discapacidad mental. El hombre había llevado una bolsa de almendras que pelaba presionando un cascanueces con las manos gruesas y ásperas, y pasaba las almendras peladas a su hijo. Eso, en silencio y durante largo rato. El padre sonreía: parecía feliz de ver a su hijo masticar.

Amerigo, el personaje central, trataba de comprender cómo podía haber felicidad en una situación de miseria como esa. Italo Calvino aprovecha estos personajes para hacer una revelación de una epifanía que le tomó diez años procesar: el amor y la felicidad no son cosa de derechos sino de responsabilidades. Asumir el cuidado del otro, desear proteger al otro, hacerse cargo de sus necesidades más íntimas, sobre todo en casos de indefensión total, son cosas que nos permiten ser felices y saber qué es el verdadero amor.

Hace un tiempo me encontré con este poema de Paola Senseve:

vengo a casa
al cuerpo de mi abuela
que levita sobre sábanas suaves

parece que el techo es lo único que impide
que pase algo

algo que solo ella quiere

me pide que le pinte las uñas que
le depile las cejas dice
que siempre es mejor una vieja arreglada
que una vieja desarreglada

lo hago y de repente
su cuerpo liviano

adquiere peso


El cuidado del cuerpo del otro, el hacerse cargo de sus necesidades más básicas, de, por ejemplo, cortar las uñas o alisar el pelo, nos permite saber de qué estamos hechos. Estas pequeñas acciones -que son casi ritos- nos conectan con el otro, con la fragilidad y con la belleza humana.


Trabajo como voluntaria en el Ospedale Maggiore de Verona, en la sección de neuropsiquiatría infantil. Allí tomé esta foto. Padre e hijo estaban esperando su turno. El hijo, con autismo, estaba nervioso, cansado, inquieto; estaba por entrar en una crisis. El padre lo tomó de las manos y le cantó una canción de cuna. Los dos apoyaron sus frentes, y se quedaron largo rato así en una burbuja de complicidad.

Cada día agradezco estar allí. Creo que tengo suerte.

El libro La giornata d'uno scrutatore ha sido traducido como La jornada de un interventor electoral en la versión publicada por la ya desaparecida editorial Bruguera, que era la que teníamos en casa; pero creo que es más fácil encontrar la versión de editorial Siruela, figurando como La jornada de un escrutador.

Encontré el poema de Paola Senseve en esta selección publicada en la revista Penúltima. También se puede encontrar poemas suyos en su blog personal, Codex Corpus

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